Ni el mismo Luis
Enrique se atrevió a desmentir en la rueda de prensa previa al Arsenal –
Barcelona que su equipo era favorito para pasar la eliminatoria. Hubiese
sido una hipocresía decir lo contrario, el actual campeón del torneo siempre es
favorito para revalidarlo, aunque en la Champions League este hecho nunca se
haya producido. Ayer vimos el por qué, la Champions exige mucho. Lo das todo o
lo das todo.
En Londres el
Barcelona lo dio todo y aun así nunca tuvo controlada la situación, hasta que
apareció el de siempre para hacer lo de siempre. Es la era de Leo Messi en el Barça
y en el fútbol. Salió el Arsenal con un planteamiento muy claro, una defensa perfectamente
estructurada con los 11 jugadores situados en su mismo campo y cerrando todos
los espacios para que la MSN no recibiera balones con facilidad. Los pases de
Iniesta y Rakitic eran todos horizontales y sólo cuando Messi bajaba a recibir
a la zona de tres cuartos el Barcelona conseguía darle más ritmo a la circulación
de la pelota. El Arsenal, con la lección muy bien aprendida, recuperaba balones
y salía a la contra con Alexis y Chamberlain abriendo el campo y haciendo que
el Barcelona tuviera que correr muchos metros hacia atrás. Allí fue clave
Mascherano, rápido, atento y eficaz para cortar todos los balones que buscaban
perforar la defensa azulgrana. Piqué, más lento, nunca estuvo cómodo.
El plan de Wenger
salía a la perfección hasta que nos dimos cuenta de que el Arsenal, por muy
bien que haga las cosas, siempre tiene la suerte de espaldas. Su primera gran
ocasión se fue incomprensiblemente a las manos de Ter Stegen. Chamberlain se
quedó con una pelota muerta en el área pequeña, miró a la portería, vio que la
tenía toda para él y le entró el pánico de saber que podía marcar un gol al
Barcelona. Sólo fue capaz de disparar al único lugar donde no debía: las manos
de Ter Stegen. Más tarde, el portero alemán volaría para quitarle a Giroud un
cabezazo precioso. El alemán se sostuvo en el cielo de Londres y sacó una mano
salvadora que le privaba al Arsenal de adelantarse en el marcador. Wenger
maldecía los demonios mientras Luis Enrique respiraba, sabiendo que el Barça no
fallaría sus ocasiones cuando estas llegaran. Aun así, el Barcelona nunca
estuvo cómodo. Después de jugar en una temporada y media todos los partidos
posibles, las piernas empiezan a pesar más de la cuenta. Los de Luis Enrique
necesitan aire pero el hecho de seguir ganando les impide descansar. Bienvenido
cansancio.
Por ello, el Barcelona ya no busca la
perfección en su juego, ha entendido que no puede conseguirla dos veces por
semana. La ironía es que asumiendo su imperfección va camino de conseguir ser
un equipo perfecto, siendo cada vez más consciente de sus límites ha conseguido
adaptarse a todos los registros del juego. Si antes era imposible verlo defender
en su propia área, ahora es capaz de hacerlo y salirse con éxito. Ahora, el Barcelona
del tiqui-taca marca goles a la contra, cuando antes lo tenía como un pecado en
su libro de estilo.
Estamos ante el Barça
de los mil registros, de la competitividad absoluta, ganar es una cuestión de
supervivencia, el cómo sigue siendo importante pero se supedita a las
necesidades y a las condiciones. Conscientes de la imposibilidad de ser
perfectos cada día, el Barcelona asume su imperfección y saca ventaja de ella. El
Barça imperfecto es cada vez más perfecto.
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